En Puerto Baquerizo, en la isla de San Cristóbal o Chatham, trapicheamos con los pescadores para conseguir una chalupa que nos llevara a la vecina isla Española o Hood, hogar del albatros gigante.
La mala mar impidió un normal desembarque y tuvimos que arriesgarnos nadando. De albatros quedaban unas pocas parejas preparando su viaje, en su lugar ... los alcatraces o piqueros de patas azules nos permiteron acercarnos a sus nidos sin temor alguno.
Haciendo honor a la verdad, cuando cruzamos el puente sobre el rio Guayás y conocimos el importante puerto ecuatoriano de Guayaquil, estábamos seguros de que el archipiélago distaba años luz de nuestro magro presupuesto económico.Unicamente un turismo de élite que podía permitirse el lujo de alquilar algún yate o tener acceso a los contadísimos billetes de avión que, esporádicamente, entraban en el mercado libre. Por otra parte comprendíamos el ardor con que el gobierno del Ecuador ponía trabas a la masificación turística de su muy especial parque natural en mitad del Océano Pacífico. Se debía defender a toda costa el aislamiento en que se encontraban las Islas Galápagos para que, de esta forma, siguieran siendo precisamente eso: un parque natural mundial.
Guayaquil se convirtió para nosotros en una especie de cuartel general de operaciones viajeras. Nuestro peregrinar por el continente sudamericano tocaba a su fin, al mismo tiempo que nuestro dinero. Había llegado el momento de iniciar el regreso a casa, a Mallorca. Banderas de todos los países del planeta ondeaban en los mástiles de los barcos fondeados en el puerto. No habíamos perdido la esperanza de despedirnos de América del Sur desde las Islas Encantadas. Mientras buscábamos algún carguero dispuesto a transportar a nuestro vehículo a España ... ¿Por qué no intentar el barco-stop?.
En las Islas Galápagos existe una colonia de pescadores y científicos, pobladores de un mundo invertido, donde ellos eran los enjaulados y la fauna en completa libertad. Era obvio que debia de existir algún enlace de abastecimiento desde el continente. La información que obtuvimos de los estibadores fue decisiva: Conseguimos contactar al capitán de la motonave "Pinzón", El capitán Héctor Mecoya, un alcohólico crónico de edad indefinida, se avino, por un módico precio, a que le acompañáramos en su viaje mensual al distante archipiélago. La condición de españolitos de a pié y el común idioma fueron determinantes. Tras asegurar nuestro auto en un lugar protegido de los amigos de lo ajeno, iniciamos la aventura.
Puerto Baquerizo, en la isla de san Cristóbal o Chatham, fue nuestra primera escala y primer
contacto con el archipiélago de Colón, un auténtico paraíso natural. La pequeña
bahía carecía de muelle, e inmediatamente nos vimos rodeados de toda suerte de aves y mamíferos
marinos, buscaban los desperdicios que producía el "Pinzón". Pelícanos,
alcatraces, fragatas o rabihorcados ... volaban a nuestro alrededor ofreciéndonos un insuperable
espectáculo de acrobacia aérea.
El mar se salpicó de numerosos ejemplares de leones marinos y sobre los vecinos escollos aparecieron los únicos pingüinos que habitan sobre la línea ecuatorial. Todas aquellas bestias eran autóctonas del lugar y carecían de la timidez propia de estos animales hacia el ser humano. La razón de aquella actitud era simple , y una de las características más notables del archipiélago: la absoluta ausencia de depredadores terrestres. Las aguas de la bahía, de un azul turquesa intenso y supuestamente tropicales, invitaban al baño. Provistos de un visor submarino, nos sumergimos decididos a explorar los arrecifes. Aquella fue nuestra primera y última inmersión: habíamos olvidado la Corriente de Humboldt y sus heladas aguas, a pesar de que los pingüinos de las Galápagos nos lo habían advertido con su presencia.
La motonave "Pinzón" necesitaría de un par de días para descargar sus
mercancías, de modo que iniciamos el necesario trapicheo con los pescadores y conseguir así alcanzar una
pequeña ínsula al sur de San Cristóbal. Se trataba de La Española o Hood,
hogar del albatros gigante. Aquel islote, tan parecido a nuestra vecina Cabrera, albergaba grandes colonias de aves
marinas. Las aguas que lo rodeaban, ricas en calamares, proporcionaban alimento a los numerosos alcatraces que
anidaban entre las rocas. Un inmenso albatros, grande como un pavo, de frágiles alas ribeteadas de blanco,
inició la operación de aterrizaje. Sus cortas patas le impedían un frenazo brusco en el siempre
peligroso instante de la toma de tierra, por lo que debía buscar desde el aire un trozo de terreno que le s
irviera de pista entre las puntiagudas y cortantes rocas volcánicas. Se jugaba cada día la vida a cara
o cruz y, una vez más, tuvo éxito, dejándonos maravillados con su perfecta maniobra aérea.
Algún día, cuando se hiciera más viejo, no calcularía tan bien y ... acabaría su
vida en aquella remota isla, numerosos restos de aves muertas así lo demostraban.
Todas aquellas aves marinas convivían en perfecta armonía. Los alcatraces o piqueros de patas azules, hacían sonar sus picos, sin orificio nasal, cada vez que nos acercábamos a sus nidos, que contenían uno o dos polluelos ya creciditos. Una especie de tordo se enamoró de los cordones de nuestras zapatillas, tomándolos por apetitosos gusanos, y no había forma de quitárselo de encima. Aquella isla era el Edén. En la Bahía Academia, situada en la segunda mayor isla del archipiélago, Santa Cruz o Indefatigable, se hallaba la Estación Darwin, centro de investigación y paso obligado para una mejor comprensión de lo que ha ocurrido y ocurría en las Islas. Allí tuvimos nuestro primer encuentro con las tortugas gigantes, las galápagos, que habían dado su nombre al archipiélago aunque no de una forma oficial. Todas descendientes de un mismo tronco, habían ido evolucionando, adaptándose al entorno en que les había tocado vivir. Su fuerte resistencia -un galápago podía permanecer semanas vivo con la cabeza cercenada- les había hecho bocado exquisito y fuente inagotable de proteínas en las largas travesías marítimas del pasado siglo. Muchas subespecies se habían ya extinguido y, por el momento, otras seguían a salvo. El celoso guardián del lugar nos presentó a Antonio, Testudo elephantopus, el mayor y más viejo ejemplar de galápago gigante conocido. Pesaba 350 kilos y se le calculaban unos 175 años, si bien se nos informó que se habían encontrado caparazones de algunas tortugas que habían llegado a pesar 500 kilos y superado la edad de 200 años. La desproporcionada cabezota de Antonio, grande como un balón de futbol, devoraba con su afilado pico naranjas, manzanas, coles, puerros y demás verduras, ignorando nuestra presencia, al fin y al cabo... no éramos comestibles.
Cada isla nos deparaba una nueva sorpresa. Al oeste de Sta. Cruz, dos pequeños islotes gemelos flotaban en el azul intenso de un Océano Pacífico que no era tal.Las Islas Plaza cobijaban a dos extrañas bestezuelas, parientes lejanos y enanos de los grandes saurios de la Era Secundaria: las iguanas. Dos especies distintas, una terrestre de colores llamativos y alcanzando los dos metros de envergadura; otras marinas, negras, algo más pequeñas. Ambas vegetarianas. Las primeras, menos numerosas por estar condenadas a alimentarse sólo con las grasas hojas de las escasas chumberas arraigadas entre las rocas, habían aprendido ya a esperar para luego perseguir a los raros visitantes que por una foto, les bajaban un higo chumbo. Como perritos falderos corrían a nuestro alrededor mirándonos con ojos tristes.
Las iguanas marinas eran más afortunadas y numerosas. Al igual que nuestros lagartos, se pasaban la mayor parte del día calentándose al sol. Aguardaban la marea baja para tener acceso con el mínimo peligro posible a su alimento favorito: las algas; dando así menos oportunidades a los tiburones y a las orcas de conseguir un bocado. Su liso hocico les permitía ramonear entre los arrecifes y su estilizada cola se había convertido en un perfecto timón; parientes cercanas de las terrestres, ya no se parecían casi en nada, tal vez su llamativa cresta sobre el dorso nos recordaba su común ancestro.
Una nueva singladura del "Pinzón" nos condujo a Isabela o Albermale,
la isla más grande del archipiélago. En Puerto Villamil, en tanto que las bodegas del barco quedaban
vacías y se iniciaba el cargamento de ganado cimarrón hacia los mataderos del continente, nos dirigimos
a la cercana laguna rodeada de manglares. Allí nuestros atónitos ojos confirmaron otra de las muchas
singularidades de las Islas Galápagos. Sobre la misma línea del ecuador terrestre convivían los
rosados flamencos, aves más tropicales, con los ya mencionados pingüinos enanos de las islas, ave que
recuerda las regiones polares. Había que verlo para creerlo, el estupor que nos embargaba no nos permitió oir
la sirena de la motonave que nos llamaba para el regreso. Sí, no cabían las protestas, aunque nos
resistíamos a abandonar aquel último paraíso del nuestro Planeta
Azul: las Islas Galápagos.
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Pero, el viaje no terminaba allí. Nos quedaba una asignatura pendiente : Cruzar los Andes y entrar en la selva del Amazonas ....
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Hecho por © Antoni Ramón Bover (2001) |